(A Yukio Mishima)
Las simas
submarinas
de los ojos azules
de Pinkerton
eran tus únicos confines,
en ellas
naufragaba tu espíritu,
y en cada noche negra,
cuando te acariciaban
los vientos oceánicos,
te quedabas dormida
recordando esa única
fruición de pensamientos
en que entregaste el nimbo de tu pecho
a aquel capitán gélido.
Y soñabas la hora
sublime
en que el furtivo amado
subiría corriendo
por la colina verde,
llamándote agitado,
implorando tu abrazo
indisoluble.
Ya lo veías.
Ya podías sentir
su beso entre tus labios
y el gozo de tu sueño
sobre su torso tibio.
Preparabas la casa
que albergaría
su delicia
por novecientos noventa y nueve años,
olvidabas la gloria
de tus ancestros,
y renunciabas a tu propia esencia,
ante la dicha eterna
de aquel
anatema.
Y llegó el día:
en el paisaje gris
se percibía
la silueta de un par de enamorados
que ascendían veleidosos
hacia su nuevo hogar,
y cuando estaban próximos
a tu morada
pudiste ver
la intemperancia
del que tanto esperabas,
posesionarse de tu estancia
con su “auténtica esposa americana”,
y te ignoraba frío,
como un desconocido.
¡Ah! Butterfly,
tu corazón ingenuo
ya no podrá latir jamás;
ningún elíxir milenario,
ninguna planta extraña
del Japón
alcanzará la estación
de florescencia,
para cicatrizar
el loto de tu entraña desgarrada.
Con una banda blanca
le cubriste los ojos
al hijo que lloraba,
invocaste tus genes
en samuráis guerreros,
y con la misma fuerza
de su grito
empuñaste el puñal contra tu vientre,
cumpliste el hara-kiri
y descendiste al suelo
para siempre.
WILDE:
Por aquella osadía
te maldijeron,
condenaron tu cuerpo,
te escupieron,
creyendo que podrían
hacer girar tu esencia,
pero nada alcanzó
a vencer tu genio:
ni el frío
que enrojeció tu piel
y lastimó tus huesos;
ni las jornadas sobrehumanas
que rindieron tus párpados
y sellaron tu aliento;
ni la deshonra
que punzó tu ego;
ni la soledad,
que te causaba abatimiento;
los pseudoespirituales anatemas
tampoco lo pudieron,
ni el desprecio de aquellos que gustaron
de la supraexcelencia
de tu verbo.
Ahora ni siquiera,
temiendo el sacrilegio,
podía pronunciarse
tu nombre,
ni repetir tus versos.
Tu mente conocía la verdad
y era más libre
que las conciencias atrofiadas,
de enmascarada corrupción
y los ilógicos ingenuos,
que estaban
afuera.
Y floreció
con más impulso
tu grandeza,
y tu alma creció
hacia la inmarcesible
dimensión
eterna.
EL SUICIDIO DE TCHAIKOVSKI
Corriendo
por las escalinatas
de tu pensamiento,
veo
juegos de fuego
ominosos
creciendo
hasta el Big Bang
lumínico y patético.
Tchaikovski,
piedra,
Pedro,
no puedo,
no puedo consolar
el llanto de tus vientos:
salmo de saetas,
puñales negros,
sables cosacos
gimiendo.
Esta es la sinfonía del destino
que mendiga un abrazo sempiterno,
pero que,
más allá del falso ensueño,
rosado,
arrullo del pasado,
se encuentra con el frío del Infierno
que quema
como un beso.
Lontano
solo el hielo,
tu saudade circunda
un chelo esquizofrénico,
y lloras en el suelo,
vibrando,
trémulo,
mientras tus labios congelados
recitan los compases
del primer movimiento
de tu melancolía enajenante
que no tendrá remedio.
Sólo el vuelo,
solamente una fuga hacia el Nirvana,
asido de la mano
del cisne negro,
amainará el desasosiego
ciego:
esa incomodidad
por ser el mundo tan pequeño
para albergar tu genio.
PORFIRIO BARBA JACOB
(Para su gran biógrafo, Fernando Vallejo)
Era una llama al viento.
Era una pira en el desierto
esferoidal
del cóncavo mundo terreno.
Una tea en un barco ebrio,
en el océano más revuelto,
que deambulaba sin cesar.
¡Brasas de libertad!
Bocanadas de cierzo
gritaron hedonistas
la distensión de su evangelio,
que se nutría de lo acerbo.
¡Una lumbre impetuosa
contra un helado vendaval!
Era un soplete efervescente
de flama indómita indomable,
un caballo de fuego desbocado
por los ígneos senderos de su errancia,
seduciendo jinetes
que amainaran la aguda compulsión de sus crines:
¡verdadero volcán!
Era una llama aviesa
ávida por las cimas.
Los ojos encendidos de rojo y de abstracción,
demente mente,
llenos de humo los alvéolos,
y el rebelde discernimiento
retozaba en un piélago inestable,
mientras el corazón, ya desahuciado,
iba a la Acuarimántima
a galope pleno.
Sus chispas afiladas
se ondulaban convulsas
por el ciclón del pensamiento,
y en un trance beatífico
él abrasaba los secretos
que le dictaba el macrocosmos
inmenso.
Levitaba en su fuego
griego
y destilaba el sinsabor constante,
que más avivaba el incendio.
¡Era un crisol de metafísica
encabritado
en el Infierno!
Pero esta hoguera indescifrable
no fue apagada por el viento:
crepita aún
en cada verso.
MARLENE DIETRICH
Disecada en vida,
Marlene Dietrich
nunca dejó brotar su carcajada,
por no arrugar su piel de porcelana
(no sabemos de qué
color
tenía el alma).
Y, para gozo de su ego,
de máscara de hielo
y esmoquin con sombrero
(que camuflaba un duelo incontenible,
más profundo
que el de Berlín en llamas),
sus líneas de expresión no se marcaron
en casi diez decenios
y sus piernas causaron paroxismo
hasta en la Garbo misma.
Hoy de su cuerpo
gélido,
que fue el máximo sueño
de dos generaciones,
se ha fugado el estoico sentimiento...
hacia el silencio,
y ni siquiera resta el remanente
de esas piernas tan bien aseguradas.
Todo ya fue banquete
de coleópteros metálicos
y mariposas ocres,
y de himenópteros y dípteros
azules y verdes,
que escuchan con las patas delanteras
y huelen con las antenas.
LA COPA ESCANCIADA
San Agustín,
el obispo de Hipona,
el padre de la Iglesia,
el incansable buscador
de la esquiva verdad
inaprensible,
también gustó el amor
en sus papilas
y se hundió inconsolable
cuando sus ojos húmedos
lo vieron escaparse
definitivamente.
La juventud ardía,
y aquel mancebo vehemente
lograba que él se alzara en frenesí
y que ascendiera al cosmos
pagano
del éxtasis.
Agustín estudiaba,
leía y naufragaba
en mil incertidumbres,
misterios, jeroglíficos,
teoremas cabalísticos
y enigmas maniqueos...
mas toda su sapiencia no podía
detener su conciencia,
que loca se fugaba
a la silueta necia
del terrenal amado.
Llegó la muerte,
y fulminante su descarga
se lanzó impertinente
sobre el objeto
de su elación
y salpicó de hieles
las vértebras de su alma.
Y su curioso espíritu,
que antes había morado
en los dos cuerpos,
se vio vacío,
vago y torturado.
Sus ojos lo veían
en todas partes,
y cuando incontenible
se abalanzaba
para abrazarlo
sus manos huérfanas
solo palpaban la locura ciega.
Y esperaba el regreso,
“ya vendrá”, se decía,
y sólo el aire amargo
lo tocaba, glacial,
mientras las lágrimas rodaban
hacia el desierto
y los suspiros infinitos,
el llanto,
los gemidos,
los gritos de la ausencia
absorbían su ímpetu.
Anhelaba el sepulcro,
la vida no era viable
a medias,
el pánico insondable le impedía dormir
y todos los lugares conocidos
le taladraban la memoria.
Ni el juego,
ni la música,
ni las fiestas,
ni el gozo de otros lechos
pudieron alejarlo
de aquel recuerdo.
Y escapó de su patria,
y de la omnipresencia de su duelo,
creyendo que en Cartago
confortaría su demencia
pero su esencia estaba dividida
y ya nada podría restaurarla;
entonces se adentró en los planos místicos
con toda la potencia
de su desazón,
a transformar al hombre
en el reo de Dios
y en pecado al amor.
Y, en arrepentimiento
de su propia pasión,
castigó al mundo
y lo sumió en la Edad de las Tinieblas.
LORCA
“Que no quiero verla”.
Que no quiero ver tu sangre
filtrándose entre la tierra
ni el rictus de agonía entre tus labios,
como un San Sebastián.
Lorca,
¿Cómo habrán sido las estrofas
que te dictaba el numen,
mientras las balas asesinas,
te arrebataban del parnaso?
¿Habrán pasado por tu mente
aquellos resplandores
taurinos
de tu tierra,
la fuerza refrescante
del Hudson
en América,
y habrás vuelto a sentir
en tus membranas
los cambiantes sabores
de esos amores
marineros
que las furiosas hordas medievales
actuales
no pueden comprender?
Seguramente por tus ojos,
que se mojaban de nostalgia,
pasaban velozmente
aquellos baños en el río
con Dalí, húmedo y altivo;
el azúcar de Cuba,
y el salobre sabor a celuloide
de Buñuel y sus noches.
Tanto invocaste el drama
y llamaste a los dioses con tu piano,
y quisiste bruñir gitanamente
los mejores romances andaluces,
poeta en Nueva York,
que ahora se fundían
tus alvéolos,
para escribir los versos
que harán
que entre tus brazos moros
se venza anonadado
Ganímedes,
el olvidado efebo
de un poderoso dios.
RIMBAUD
Arthur Rimbaud,
mi consejero espiritual.
¿Qué habrá pasado por tu mente
en aquellos momentos
de desenfreno?
¿Cómo sentirse libre
en un mundo
de confinamiento,
que amordaza el cerebro?
¿Cómo mirar al ágora
y decir con orgullo
que se detesta el establecimiento?
Muchachito triste,
que buscabas un pecho
que pudiera llenar
el ideal de tu intelecto,
y que incansablemente
vagaste alucinado
por selvas y desiertos,
esperando encontrar lo verdadero,
pero que sólo hallaste
la sequedad de lo terreno.
Dame tu mano,
poeta bohemio,
que nunca conoció
la grandeza de sus versos.
Quiero que seas
mi álter-ego
y que, como un crescente
ensamble eurítmico,
sigamos
atormentando
al público
ciego
con nuestra libertad de pensamiento,
hasta que lleguemos
a les Champs Elysées,
junto a otros dioses
del Infierno.
MANZUR
Tu azul,
Manzur,
absorta mis pupilas,
me anuda las palabras,
que no pueden hallar ofrenda alguna
que pueda compensar
mi transverberación
cuando llego a la esfera
violeta
de tu aura.
Trasciende mi conciencia
la fuerza sideral del Medioevo,
cuando el andante ritmo de tus potros
se adentra entre los mitos
de tu Neira.
Y luego
un unicornio
salta brioso
en el olimpo de mis párpados.
En tu mapa genético
resuena el canto de Leví,
se registra la fuerza
guerrera
de Gengis Khan
en las heladas tundras
de Mongolia
y se ondulan los árboles fenicios,
que se tornan en naos
que navegan curiosos
hasta América.
Tras recorrer desiertos
y cinco continentes,
las polidimensiones de tu genio
crecen inmensurables
buscando el hombre nuevo
del Renacimiento.
En el carbón estético
de tu intelecto
fundes los prismas iónicos
de tu línea omnisciente.
Y yo,
cuando me hundo en tus pasteles,
comulgo
con un millardo de elementos;
los silfos y las sílfides del viento
me llevan a la Arcadia
y siento cómo estalla tu inconsciente
en una antártida
de lienzo.
ISADORA DUNCAN
“Yo podría bailar ese sillón”
ISADORA DUNCAN
I
Con la anémica alcurnia de una garza,
abres tus alas,
y soslayas, volatil,
las rocas puntiagudas,
que, acechantes, emergen
en pos de derrumbar
tu arcadia imaginaria.
II
Sándalo en brasas,
danzan tus ramas,
que parecen inmunes
al dolor que las desavia,
y el ritmo de los vientos,
que se huracanan,
va impulsando la vela de tu túnica,
que se baña en champaña.
III
Alzas el cuello,
la nave avanza...
y te arrebata el aire
del cuerpo
una bufanda.
IV
Comulgas íntima
con la galaxia...
El cosmos te designa
su digna
hetaira.
ANDY WARHOL
Detrás de esa peluca
sicodélica,
de esa pose burlesca
que ridiculizaba
tu platinada América,
de ese afán porque el mundo sufriera
por tus frases eléctricas,
por tus fiestas patéticas,
rugía una tormenta:
Exiliado en la
Tierra,
no podías hallarle
sentido a esta viandanza,
no encontrabas sosiego
en nada:
ni en los vanos placeres que exaltabas,
ni en la vaga experiencia
vacía
de la fama.
Orabas, como un niño
triste,
porque el amor no llegaba,
y ningún barbitúrico
hizo dulces tus lágrimas
violetas
de anilina,
por más que camuflaras
de plástico tu estancia.
Contrario a los
poetas,
no veías la luz de las estrellas.
Por eso te embriagaste
en aquellas luminarias
que parpadeaban
en los cielos de Hollywood,
y, entonces, las ungiste
con fucsia y con naranjas.
Y fulgió en tu
orfandad
la lucidez necesaria
para cambiar tu hábitat
común de ciudadano del consumo
por la plácida paz del tecnicolor,
que obra como un narcótico
en las mentes concéntricas esclavas.
Tu compatriota Dvorak
transmutó su nostalgia
en dulces remembranzas
acompasadas,
pero tú vislumbraste “El Nuevo Mundo”,
tras cruzar un océano
de Coca Cola dorada
que escanciaba en tu abismo
Marilyn como un sol o como un ángel,
ataviada en Chanel número cinco.
Y como en un ignoto cómic
cósmico
(pero no los de Liechtenstein),
con un billete verde que pintaste
dibujaste un avión ultramoderno
de la aerolínea opiácea de Morfeo
y calcaste un tiquete
para hundirte en ti mismo.